Spelunky: una dura partida y un feliz no retorno

Spelunky: una dura partida y un feliz no retorno

10/04/2019 | Miryam | 1 comentario

Cuando era pequeña, mi padre tenía la PS2 y el Ratchet and Clank, al que me encantaba verle jugar. Por algún motivo, hasta más mayor —hablo de, más o menos, los 17 años— no me atreví a jugar yo. Conecté la PS2, llena de polvo, a la televisión, y eché una partida. Como las consolas de sobremesa en mi casa nunca han tenido mucho futuro, porque me da apuro ocupar un espacio común y que mi madre tenga que ver lo que estoy haciendo en pantalla grande, no jugué más.

Volviendo a mis 7 añitos, aparte de Ratchet and Clank había otro juego en mi casa: Hello Kitty: Roller Rescue. Ese era mío oficialmente. No recuerdo si lo pedí yo o si cayó porque era algo enfocado a las niñas, pero bueno, me gustaba. Tampoco recuerdo mucho del juego en sí. En un mundo de colores muy brillantes, Hello Kitty se paseaba en patines —que podías personalizar— y acababa con los malos. Había diferentes secciones, o planetas, o ciudades, lo que fuese, y había jefes finales.

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La entrada a las minas

A esa edad, me daban mucho miedo los jefes. Me parecían muy feos. Eran complicados. Pedían mucho de unas manitas tan pequeñas que agarraban un mando con tantos botones. Siempre que llegaba a un jefe, el mando pasaba a manos de mi padre, que lo derrotaba para que yo pudiese seguir jugando. Así fui avanzando en Hello Kitty, patinando por las ciudades, personalizando el personaje. Me pasaba las fases hasta llegar a los jefes, entregaba el testigo y luego lo recuperaba, una vez derrotado el boss. Creo que nunca llegué a pasarme el juego, de todas formas.

A finales de 2014, después de la insistencia de un amigo, me hice cuenta en Steam, me compré un par de juegos en las rebajas y, más tarde, en verano de 2015, llegué a Spelunky. La persona que llegó hasta aquí era la misma niña que no se veía capaz de enfrentarse a los jefes del Hello Kitty. Me había pasado toda la vida jugando a cosas que no requerían derrotar a bosses. Me daba miedo perder, aunque fuese solo un juego.

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Pugs, Death and Robots (2019)

A mis casi 18 años, aislada de todo el mundo de los videojuegos por unas u otras razones, a pesar de que era algo que me gustaba, no sabía qué era un roguelike, ni la generación procedimental de niveles, ni cómo es morirte 1.500 veces en un juego antes de pasártelo por primera vez. Instalé Spelunky y lo abrí. No sé qué pasó, pero fue un desastre y, a pesar de todo, seguí jugando.

A estas alturas, todavía no sé qué fue lo que hizo que no se me activase el tutorial al empezar el juego por primera vez. Bajé a las minas, sabiendo solo que era un juego de plataformas, me morí a los dos segundos, y eso se repitió unas cuantas veces. No conocía los controles. Ponía bombas sin darme cuenta. Me atacaban murciélagos a los que mi látigo no parecía golpear cuando lo necesitaba. Me vi arrojada a un universo despiadado, donde solo me deparaba derrota tras derrota, sin que nadie me explicase nada.

Hasta unos dos años después no me enteré de que esa no era la forma en la que se suponía que tenías que introducirte en el universo de Spelunky. Yo pensaba que sí. Me parecía magistral. ¡Me parecía una declaración de intenciones! No lo era. Era un fallo, pero un fallo que marcó duramente mi experiencia de juego. Tras incontables derrotas, salí al menú principal y me recondujeron, ahora sí, a un tutorial, donde me encontré otras tantas veces con la muerte.

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¡Arañas! ¡Arañas en un trampolín alienígena!

Fue un fallo que me hizo enfrentarme, cara a cara, con lo que más miedo me daba de los videojuegos: perder. Aunque me hubiese salido el tutorial al principio, es algo con lo que te tienes que encarar si juegas a Spelunky. Sin embargo, ese error me dio un mensaje muy claro: “Estás sola, y te las tienes que apañar sin ayuda”. Ya no había nadie a quien poder pasarle el mando. No hay explicaciones sobre los controles o sobre los enemigos. Estaba yo sola ante un universo hostil, donde solo hay dos resultados: la victoria o la muerte.

Jugando a Spelunky descubrí que ver los videojuegos de esa manera era muy reduccionista y que no me iba a ayudar a ser mejor. No a ser mejor jugando, sino en general. Imponiéndome la derrota una y otra vez, empecé a jugar no ya por ganar, sino, simplemente, por jugar. Las formas de morir son casi tan atractivas en Spelunky como una victoria.

He acabado invirtiendo muchas horas en perder partidas, sin ganar nada, pero riéndome y pasándolo bien, disfrutando de un mundo virtual vivo, que existe sin mí, que no me dificulta la vida a propósito, sino como resultado del azar, del propio hecho de respirar. Al fin y al cabo, las mecánicas, los patrones de los enemigos, las distancias son siempre los mismos. Lo que cambia es la disposición, y eso decidirá si esa trampa te mata a ti o mata a tu enemigo.

Ahora mismo, este juego es una parte de mí. Después de más de 100 horas jugadas, da igual cuánto tiempo lo deje o cuándo vuelva, en mi inconsciente seguirá grabada la velocidad a la que corre mi avatar, cuánto puedo caer sin hacerme daño, cuánto saltan las ranas de la jungla o a qué distancia se activan las arañas. Y a pesar de todo esto, no dejo de aprender. La base del juego es esa: pierdes, pero pierdes aprendiendo algo que te ayudará a ganar en otra partida. También os puedo tararear toda la banda sonora, pero eso no es tan útil (¿o sí?).

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Ya no me da miedo perder pero me sigo mordiendo los puños cada vez que me pilla desprevenida una de estas trampas

Gracias a Spelunky aprendí a jugar a videojuegos. A base de no rendirme frente a las constantes derrotas —de probarme a mí misma que ser buena en algo no se te regala, sino que se aprende con el tiempo— gané la suficiente autoestima como para ser capaz de enfrentarme a cualquier cosa. La niña que temía a los jefes del Hello Kitty ya no está. Ahora solo estoy yo, negándome a cederle a nadie el mando y afrontando los desafíos con tranquilidad, esperando divertirme por el camino. Por esto le estoy eternamente agradecida a este juego, y tendrá siempre un lugar en mi corazón y en la memoria de mi ordenador.

También, hasta que no jugué a Spelunky, no entendí cómo un juego puede llegar a influir en tu cerebro y a meterse debajo de tu piel. Puedo jugar a este videojuego un poco como me gustaría ser capaz de vivir: sin preocupaciones, sin pensarme demasiado las cosas, sin estar más tiempo reflexionando que actuando. Eso me hace plantearme que existe la posibilidad de, algún día, ser capaz de vivir así realmente. A veces puedo mirar las cosas con más calma cuando me rodea el caos, solo porque he sido capaz de hacerlo miles de veces en la pantalla.

Al principio de cada partida de Spelunky se nos muestra una criatura —un dragón o una serpiente— que se muerde la cola y gira sobre sí misma, antes de darnos paso al mundo del juego. Este ser se llama uróboros, y simboliza el esfuerzo y la lucha eternos, en un ciclo que se repite una y otra vez a pesar de las acciones que intenten tomarse para impedirlo. Es así como te enfrentas al universo del juego y es así como te enfrentas al día a día. Los obstáculos y la lucha no tienen fin, pero las oportunidades tampoco.

* Todas las imágenes del artículo son capturas de pantalla tomadas por mí.

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Miryam
Miryam

Me gustaría escribir más de lo que escribo pero el poco tiempo que tengo lo dedico a quejarme de la carrera y de los autobuses. Gruñona profesional, lectora y jugadora aficionada. Sigo en la fase de My Chemical Romance (no es una fase es mi vida).

1 comentario
Francescus
Francescus 15/04/2019 a las 10:33 pm

Muy buen artículo.
Muy interesante todo lo que cuentas.

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